Hallábase
en Londres Weber, autor de Freischütz,
en 1811, y paseaba en un bote con dos señoras. Tocaba Weber la flauta, pero viendo
que en otro bote le seguían muchos oficiales jóvenes, se metió el instrumento
en el bolsillo.
— ¿Por
qué no seguís tocando? —le preguntó uno de los oficiales.
— Por
la misma razón por la que empecé a tocar.
— ¿Y
qué razón es ésa?
— Mi
gusto.
— Ah,
¿sí? Pues volved a tocar ahora mismo, o será mi gusto echaros al Támesis de cabeza.
Conociendo
Weber que la reyerta había espantado a las señoras que con él iban, cedió a la
presión de las circunstancias, sacó otra vez la flauta y tocó. Al saltar a
tierra, dirigiose a su interlocutor, a quien no había perdido de vista, y le
dijo:
— Señor
mío, por evitar disgustos a las personas que conmigo iban y a las que iban con
vos, he sufrido vuestras impertinencias; pero mañana me daréis cuenta de ellas.
En Hyde Park nos veremos a las diez de la mañana. Reñiremos con espada, si os
parece, y como el duelo es entre nosotros dos solos, creo inútil comprometer a
gente extraña.
Aceptó
el oficial, acudió el día siguiente al sitio, halló en él a su adversario y
tiró de la espada para ponerse en guardia, pero Weber le apuntó a la garganta
una pistola.
— ¿Qué
es esto? — gritó, sorprendido, el oficial —. ¿Queréis asesinarme?
— No
— respondió tranquilamente el músico —, pero tened la bondad de envainar en
seguida y poneros a bailar el minué ahora mismo, si no queréis que os mate.
Quiso
resistirse el oficial, pero la firmeza y el severo lenguaje del músico le
hicieron tal mella, que de buena o mala gana no tuvo más remedio que bailar.
— Señor
mío — le dijo después Weber —, ayer toqué yo la flauta por fuerza; hoy habéis danzado
vos de mal grado: estamos en paz.
Ahora, si queréis satisfacción por armas,
estoy a vuestras ordenes.
El
oficial le alargó la mano, estrechándosela Weber, y desde entonces hasta la
muerte de éste se trataron como buenos amigos.
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