He aquí el caso de un médico que
murió loco por exceso de conciencia.
Lavarse las manos es un gesto
habitual, un gesto tan normal que si se piensa que gracias a él se han salvado
miles de madres nos parece inverosímil y, no obstante, es así.
Antes de Semmelweis, un 20 por
ciento de las madres morían al dar a luz; en tiempos de epidemia, esta cifra
llegó a subir hasta el 96 por ciento. La causa, la fiebre puerperal.
En 1818 nacía en Buda,
capital de Hungría, Ignaz Fülóp Semmelweis. Estudió medicina e ingresó como
ayudante del profesor Klin en uno de los dos pabellones de maternidad del
Hospital de Viena, capital entonces del imperio austrohúngaro. Dos pabellones
había destinados a la maternidad; uno, el dirigido por el profesor Klin; otro,
dirigido por el profesor Bartch. Semmelweis, entusiasta de su oficio,
consistente según sus palabras a ayudar al fenómeno más bello de la vida que es
la maternidad, se desolaba al ver que la fiebre puerperal causaba tan grande
mortandad entre las parturientas. Un día comparó los libros de la maternidad de
Bartch y la maternidad de Klin y vio con sorpresa que la mortandad en la
primera de ellas era notablemente inferior a la de la segunda, en la que él
mismo trabajaba, y ello, actuando sobre su curiosidad científica, le llevó a
examinar los diversos sistemas de partos que podían efectuarse. No encontró más
que una sola diferencia: en la maternidad Bartch los partos eran efectuados por
comadronas; en la de Klin, por internos y estudiantes de medicina. Pretextando
una reorganización de la maternidad, hizo que las comadronas pasasen de una a
otra y, cosa extraña, la mortandad descendió allí donde actuaban las
comadronas. Es decir, que las muertes eran más frecuentes en los partos
ayudados por médicos o estudiantes aventajados que normalmente usaban métodos
más científicos que no los empíricos usados por las comadronas.
Semmelweis hizo conocer estos
resultados a los directores de ambas maternidades, los cuales se encogieron de
hombros indicando que tal vez ello se debía a la brusquedad propia de los
estudiantes, que procedían con menos delicadeza que las comadronas; pero el
profesor Klin, visto que su sala era en la que se producía más mortandad,
consintió en que la mitad de los estudiantes fuesen sustituidos por comadronas,
y la mortandad descendió, pero no se le dio mayor importancia. Se decía que la
fiebre puerperal era el tributo que las mujeres del pueblo debían pagar por la
maternidad, barbaridad ésta que sería incomprensible hoy en día. Semmelweis
hizo notar que las mujeres de la nobleza o simplemente acomodadas que parían en
sus casas no eran víctimas de una mortandad tan grande. Para él estas
consideraciones eran como una pesadilla.
Ignaz Fülóp Semmelweis |
En el año 1847, un sabio anatomista
de Viena, el profesor Kolletchka, procediendo a la disección de un cadáver se
hirió en una mano, muriendo víctima de una fiebre repentina. Charlando con los
colegas, Semmelweis se dio cuenta de que ciertas manifestaciones de la fiebre
causante de la muerte de Kolletchka eran similares a las de la fiebre
puerperal. Aquello le hizo meditar y de pronto, como un relámpago, todo se
iluminó. Los estudiantes que ayudaban en los partos procedían de los cursos de
anatomía en donde se efectuaban las disecciones. Eran ellos los que llevaban en
sus manos el origen de la muerte de las parturientas y entre ellos estaba el
mismo Semmelweis, que varias y frecuentes veces pasaba de una sala a otra. Él,
que quería ayudar la vida, era el causante de muchas muertes, de tantas y
tantas muertes que en sueños le habían atormentado y despierto le habían
afligido. Sin quererlo él era un asesino.
Al día siguiente hizo instalar
lavabos en la entrada de la sala de partos. Todos los estudiantes fueron
obligados a lavarse las manos con una solución de cloruro de cal. En pocos días
la mortalidad por fiebre puerperal descendió a menos del uno por ciento. El
milagro se había producido: todo consistía en lavarse las manos. Pasteur no
había todavía dado a conocer el mundo de los microbios ni Jenner había
descubierto la asepsia, pero Semmelweis, intuitivamente, la había puesto en
práctica.
¿Supuso este descubrimiento el
triunfo de Semmelweis? Pues no.
Los estudiantes encontraron
molesto, e incluso ofensivo, el hecho de tener que lavarse las manos, y
profesores y alumnos estuvieron acorde que el descenso de la mortalidad era
pura coincidencia. Uno de los que se sublevó contra la orden fue el profesor
Klin, y Semmelweis le cortó el paso a la sala de partos; indignado el profesor,
le expulsó del hospital, con gran escándalo en el cuerpo médico de Viena, que
impidió a Semmelweis ejercer la medicina.
Ello alteró sus facultades
mentales, se le vio errar alrededor del hospital cada día más sombrío y de peor
humor. Empezó a sufrir de manía persecutoria, hasta cierto punto justificada.
Se veía rodeado de enemigos por todas partes, gritaba, apostrofaba a los
transeúntes, hasta que un día empezó a correr por las calles gritando, hasta
que llegó al hospital. Allí se dirigió corriendo hasta la sala de disección
donde los alumnos estaban disecando un cadáver. Semmelweis se apoderó de un
escalpelo, apartó a empujones a alumnos y profesores y empezó a cortar el
cadáver y después a sí mismo, mezclando sus heridas con la infección
cadavérica. Los asistentes reaccionaron, pero demasiado tarde, la herida que se
había producido era muy profunda. La infección ganó terreno, su fiebre era
similar a la fiebre puerperal que él había inoculado inconscientemente a tantas
y tantas madres. Su infección era mortal.
Pocos días después moría en el
manicomio.
Hoy en Buda, en la casa donde
nació, situada en la calle que lleva hasta el Baluarte de los Pescadores, se
conserva la casa en donde nació Semmelweis, hoy convertida en pequeño museo.
Una discreta lápida recuerda que allí vio por primera vez la luz el hombre que
descubrió el sistema de salvar a muchas madres.
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