El hombre que ha pasado a la historia como el arquetipo del monarca absoluto, un
gobernante de lo más mundano cuyo poder le había sido conferido directamente
por Dios (L’état c’est moi, El estado soy yo), ese hombre, que ordenó la
construcción del palado de Versalles y de los jardines más fastuosos del mundo,
pasó una buena parte de su vida sometido a un terrible martirio.
Luis XIV el Rey Sol |
Su
médico personal estaba absolutamente convencido de que todas las enfermedades
que sufría el ser humano tenían su origen en la dentadura. Siguiendo esta
premisa y para proteger a su amado rey de cualquier malestar y, a ser posible,
evitar también enfermedades más graves, no sólo le extrajo todos los dientes,
sino que, mientras llevaba a cabo este descabellado tratamiento, acabó
rompiendo una parte de la regia mandíbula.
A
partir de entonces su majestad, una persona de buen comer y aficionado a los
placeres de la mesa, tuvo que limitarse a engullir sopas y caldos mientras sus
comensales degustaban perdices, faisanes y jabalíes. Incluso las más exquisitas
delicatessen como el caviar, el paté de trufas o las codornices ahumadas,
debían ser trituradas hasta convertirlas en un fino puré antes de llegar al
estómago del rey Sol.
Esto
provocaba, según relataban testigos de la época, que durante las comidas una
parte de los alimentos ingeridos acabaran saliéndosele por la nariz. Qué
situación más grotesca: un gobernante entregado al placer y al poder y para el
que el lujo y la ostentación lo eran todo, condenado de por vida a renunciar a
uno de los más elementales placeres de los sentidos.
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