El episodio sucede en 1887. Georges Westinghouse
intenta instalar en las ciudades de los Estados Unidos un sistema eléctrico de
corriente alterna de alta tensión llevada por ligeros cables. Thomas Alva
Edison cree que este sistema es un error y preconiza el uso de corriente a baja
tensión con cables subterráneos. La lucha no pasa de ser una confrontación
entre técnicos y llevada en un terreno puramente profesional. Pero un mal día
uno de los obreros de Westinghouse sufre una descarga eléctrica y muere
electrocutado.
Con un mal gusto increíble, Edison aprovecha la
ocasión para llevar el agua a su molino: no sólo explica el hecho como
consecuencia del «mal sistema» de su rival sino que, con una mentalidad tan
abyecta que parece mentira atribuirla a un sabio como él, organiza un
espectáculo de feria, repelente por demás; en un barracón un aparato de
corriente alterna de tipo Westinghouse se aplica a perros y gatos causándoles
la muerte.
El público paga y ve con «satisfacción» cómo se coge a
un pobre animal, se le afeita unos trozos de su piel en los que le aplican unos
electrodos, saltan unas chispas azules, el animal se agita convulsivamente y muere.
No se sabe qué condenar más, si a los inventores de la
«atracción» o a los que pagan por verla.
Entre los espectadores se encuentran gentes que tienen
que ver con la justicia. A todos ellos les es familiar el sistema de ejecución
corriente en aquellos tiempos: el ahorcamiento. La horca gozaba del prestigio
de una larga tradición, pero en los Estados Unidos se estaba viviendo el empuje
de la modernidad. ¡Nada de tradiciones propias de la vieja Europa! ¿Y si se
probase la electrocución como sistema moderno de aplicar la pena de muerte? En
la cárcel de Sing-Sing se monta ya la primera silla eléctrica y, suma ironía,
los constructores son los propios presos. Llega el día de la ejecución,
esperado por todos menos por el condenado, y la silla no funciona o funciona
mal.
El reo sufre unas quemaduras de tercer grado y su pena
se ve conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad.
Pero en la ciudad de Buffalo un nuevo condenado a
muerte espera su ejecución; se llama William Kemmler. El gobernador del Estado
decide que será ejecutado en la silla eléctrica. Westinghouse se opone a ello y
apela a los abogados más importantes de Nueva York para que impidan la
ejecución en la silla, en la que ve la condena de sus procedimientos. Pero hay
alguien que se opone a Westinghouse, y es el propio condenado, que consigue
reunir una rueda de prensa en la cárcel. Se dirige a los periodistas con sangre
fría y humor:
— Gracias por haber venido. Les quiero manifestar que
no comprendo cómo alguien se quiere oponer a mi ejecución en la silla eléctrica.
He cometido un crimen y estoy condenado a morir. Muy bien. Pero el sistema de
la horca es anticuado y yo estoy, como todo el país, en pro de los sistemas
modernos. Quiero ser electrocutado.
¿Habla sinceramente? ¿No será que, alentado por el
experimentó anterior, espera salir del paso con unas pocas quemaduras?
El 6 de agosto de 1890, a las seis y media de
la mañana, William Kemmler es conducido al lugar de la ejecución. Se somete de
buen grado a que le coloquen los electrodos; uno en la pierna, para lo que se
le ha de cortar el pantalón, y el otro, de modo más difícil, en la columna
vertebral. La silla tiene tres pies, el cuarto está constituido por la pierna
del condenado, que hará las veces de toma de tierra. El ejecutor, Edwin F.
Davis, la historia ha retenido su nombre, recibe la orden del director de la
cárcel y da vuelta al interruptor. La cara de Kemmler palidece, un olor de
carne y cabellos quemados inunda el local. Los presentes no pueden aguantar los
diecisiete segundos de la ejecución.
—Basta, ya es suficiente —dice el médico encargado de
verificar la defunción.
Se acerca al cuerpo del condenado y se inclina para
auscultarle.
—¡Está vivo, hay que volver a empezar! —casi grita—.
¡Poned más corriente! ¡Matadle como sea, pero que esto termine de una vez!
Unos asistentes se desmayaron y tienen que sacarlos a
brazos del local. El pastor que ayudaba a bien morir al condenado sale de la
sala para pedir clemencia. Únicamente Davis conserva la sangre fría. Vuelve a
colocar los electrodos en su sitio y la deja durar sesenta y seis segundos. La
corriente de 1 700 voltios circula y el médico, al fin, puede decir:
—El ajusticiado ha muerto.
Veintiséis estados norteamericanos adoptaron el
sistema. Otros han escogido la horca tradicional, la cámara de gas, la
inyección letal o han suprimido la pena de muerte.
El 13 de enero de 1928 Ruth Snyder, acusada de haber
asesinado a su marido, fue ejecutada en la cárcel de Sing-Sing. Un fotógrafo,
Thomas Howard, había disimulado un aparato fotográfico en los bajos de su
pantalón. En el momento de la descarga hizo la única foto que se conoce de una
ejecución en la silla eléctrica. Al día siguiente fue publicada en el New York
Daily News. El escándalo fue mayúsculo.
La rivalidad
entre dos grandes hombres como eran Edison y Westinghouse dió lugar esta
invención tan macabra.
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