domingo, 20 de julio de 2014

LA LEYENDA DEL SOL Y LA LUNA




Dice la leyenda que cuando el Sol y la Luna se encontraron por primera vez, se enamoraron perdidamente y a partir de ahí comenzaron a vivir un gran amor.
Sucede que el mundo aún no existía y el día que Dios decidió crearlo, le dio un toque final... el brillo.
Quedó decidido que el Sol iluminaría el día y que la Luna iluminaría la noche, siendo así, estarían obligados a vivir separados. Les invadió una gran tristeza y cuando se dieron cuenta de que nunca más se encontrarían... la Luna fue quedándose cada vez más angustiada. A pesar del brillo dado por Dios, fue tornándose solitaria.
El Sol, a su vez, había ganado un título de nobleza: "Astro Rey", pero eso tampoco le hizo feliz. Dios, viendo esto, les llamó y les explicó: 

- No debéis estar tristes, ambos ahora poseéis un brillo propio. Tú, Luna, iluminarás las noches frías y calientes, encantarás a los enamorados y serás frecuentemente protagonista de hermosas poesías. En cuanto a ti, Sol, sustentarás ese título porque serás el más importante de los astros, iluminarás la Tierra durante el día, proporcionarás calor al ser humano y tu simple presencia hará a las personas más felices.

La Luna se entristeció mucho más con su terrible destino y lloró amargamente... y el Sol, al verla sufrir tanto, decidió que él no podía dejarse abatir más, ya que tendría que darle fuerzas y ayudarle a aceptar lo que Dios había decidido. Aún así, su preocupación era tan grande que decidió hacer un pedido especial a Dios:

- Señor, ayuda a la Luna, por favor, es más frágil que yo, no soportará la Soledad

Y Dios creó entonces las estrellas para hacer compañía a la Luna. La Luna siempre que está muy triste recurre a las estrellas, que hacen de todo para consolarla, pero casi nunca lo consiguen.
Hoy, ambos viven así... separados, el Sol finge que es feliz y la Luna no consigue disimular su tristeza.
El Sol arde de pasión por la Luna y ella vive en las tinieblas de su añoranza. Dicen que la orden de Dios era que la Luna debería de ser siempre llena y luminosa, pero no lo consiguió... porque es mujer, y una mujer tiene fases. Cuando es feliz, consigue ser Llena, pero cuando es infeliz es menguante y, cuando es menguante, ni siquiera es posible apreciar su brillo. 

Luna y Sol siguen su destino. Él, Solitario pero fuerte; ella, acompañada de estrellas, pero débil. 
Los hombres intentan, constantemente, conquistarla, como si eso fuera posible. Algunos han ido incluso hasta ella, pero han vuelto siempre solos. Nadie jamás consiguió traerla hasta la Tierra, nadie, realmente, consiguió conquistarla, por más que lo intentaron.
Sucede que Dios también decidió que ningún Amor en este mundo fuese del todo imposible, ni siquiera el de la Luna y el del Sol... Fue entonces que creó el Eclipse. Hoy, Sol y Luna viven esperando ese instante, esos raros momentos que les fueron concedidos y que tanto cuesta que sucedan. 
Cuando mires al Cielo, a partir de ahora, y veas que el Sol cubre la Luna, es porque se reclina sobre ella y comienzan a amarse. A este acto de Amor es al que se le dio el nombre de Eclipse. Es importante recordar que el brillo de su éxtasis es tan grande que se aconseja no mirar al Cielo en ese momento... tus ojos podrían cegarse al ver tanto Amor...

miércoles, 16 de julio de 2014

El origen de las notas musicales

Guido D’Arezzo (995-1050), monje benedictino considerado el padre de la música, fue quien dio nombre a las notas musicales, inspiradas en las sílabas iniciales de unos versos dedicados a San Juan Bautista, «Ut queant laxis», atribuidos a Pablo el Diácono
Guido D´Arezzo

Ut queant laxis
Para que tus siervos 
Re sonare fibris
Puedan exaltar 
Mira gestorum
A pleno pulmón 
Famuli torum
Las maravillas de tus milagros, 
Solve polluti
Perdona la falta de 
Labii reatum
Labios impuros, 


(Sancte Iohannes)
(San Juan)

D’Arezzo denominó a este sistema de entonación solmización, que más tarde sería denominado solfeo, y fue el primero que elaboró una aproximación a la notación actual, al asignar los nombres a las seis primeras notas y al utilizar la notación dentro de un patrón de cuatro líneas (tetragrama), y no una sola como se venía haciendo anteriormente. 
D’Arezzo utilizaba este sistema para la enseñanza de la música y pronto adquirió gran popularidad. Su sencillez hizo que el mismísimo Papa ordenase su introducción inmediata en las escuelas eclesiásticas de música.

Inicialmente, la nota Do se llamó Ut (hoy en día sólo se utiliza en francés y en partituras de canto gregoriano), hasta que en el siglo XVIII se cambió el nombre de Ut por Do (por Dominus o Señor). 
La razón principal para este cambio fue que la utilización de una sílaba acabada en vocal favorecía que pudiese cantarse mejor
D’Arezzo no quiso dar nombre a la séptima nota, siguiendo la tradición que consideraba el Si como un tono diabólico (era denominado diabolus in musica). Sería hacia el siglo XVI cuando se añadió la nota musical Si, derivado de las primeras letras de San Juan [Sancte Ioannes]. 
También en este proceso se añadió una quinta línea a las cuatro que se utilizaban para escribir música, llegando a la forma en que hoy la conocemos, llamada pentagrama. 

Después de las reformas y modificaciones llevadas a cabo en el siglo XVI, las notas pasaron a ser las que se conocen actualmente: Do, Re, Mi, Fa, Sol, La y Si.



Himno a San Juan Bautista





















miércoles, 9 de julio de 2014

La vieja del candil





Reinaba entonces en España Pedro I, llamado el Cruel, aunque años después Felipe II mandó que en las historias se llamase el Justiciero. Con ambos motes se le puede apodar al rey, ya que si en crueldad dio ejemplos bastantes para merecer el calificativo, también como Justiciero dio ejemplos memorables.
Solía Pedro I morar en Sevilla, ciudad maravillosa, sea por su situación como por el carácter de sus habitantes. Enrique de Trastámara, hermano bastardo de Pedro, le había declarado la guerra, y en Sevilla la familia de los Guzmán había tomado partido por el pretendiente, aunque lo disimulaban por miedo al rey. 
Don Pedro, que no lo ignoraba, recibió noticias de que los Guzmán propagaban insidias sobre él, calumniándole vergonzosamente. No podía el rey castigar oficialmente a sus difamadores, puesto que no había pruebas del delito, pero personalmente quiso vengar su honra y, como era valiente, cierta noche esperó a uno de los Guzmán en una calle solitaria, que se llamaba entonces de los Cuatro Cantillos. En cuanto vio a Guzmán, don Pedro desenvainó la espada y le retó a combate.
El ruido del chocar de las espadas y tal vez algún grito de los contendientes despertaron a una vieja que dormía en la casa ante la cual se desarrollaba la pelea. Intrigada, se asomó a una ventana, provista de un candil para iluminar la escena. Al ver lo que sucedió dejó caer espantada el candil, al tiempo que veía que el rey atravesaba de una estocada el cuerpo de su enemigo, que quedó a sus pies muerto instantáneamente.
Oyó también el huir del matador que hacía un ruido especial con sus choquezuelas o rótulas característico de los artríticos, como lo era el rey don Pedro, acentuado, según decían, por una caída de caballo cuando era joven.
Al reconocer al rey le entró a la vieja un gran espanto, que comunicó a su hijo Juan, de oficio carbonero, que vivía con ella. Sabedor éste de que el rey era sin duda alguna el asesino de Guzmán, decidió guardar silencio, pero la muerte de un Guzmán no podía quedar impune y, ante los requerimientos de la familia, el rey tuvo que prometer justicia y que el matador sería preso y castigado como merecía.
Para ello prometió cien monedas de oro al que proporcionase una pista para descubrir al asesino y, al saberlo, el carbonero se dispuso a cobrarlas, a pesar del riesgo que ello comportaba, pero, fiado en su ingenio y en su buena suerte, pidió audiencia al rey.
Cuando estuvo frente a él, le confió que sabía quién era el matador de Guzmán, pero que sólo se lo diría en gran secreto a solas. Mandó el rey salir a todos los cortesanos de su presencia y al quedar solos los dos el carbonero le dijo:
        —Señor, mirad por esta ventana y veréis quién mató a Guzmán.
Y al decir esto mostró un espejo a don Pedro. Estuvo el rey mirándose un largo rato, que a Juan le pareció una eternidad.
        — ¿Cómo lo has sabido?
        —Señor, mi madre se asomó a la ventana con un candil y vio todo lo que sucedía. Si yo me he atrevido a decíroslo es porque las cien monedas de oro me serán muy útiles. De mí haced lo que queráis, pero dad en todo caso las monedas a mi madre, que le aliviarán su vejez.
        —Tenéis razón. El hombre que he visto por esa ventana es quien mató a Guzmán. Id en paz y no digáis nada de lo que me habéis dicho so pena de la vida.
Llamó el rey a su corte y en voz alta para que oyeran todos dijo:
        —Este buen hombre me ha denunciado quién era el asesino de Guzmán, pero como es persona de alta calidad y su ejecución sería tal vez objeto de disturbios en mi reino, la justicia será secreta. Mañana mismo será puesta en la calle donde murió Guzmán la cabeza del asesino.
Se aquietaron con esto los ánimos de los Guzmán, quienes al día siguiente estaban en el lugar de la muerte esperando la ejecución de la sentencia. Llegó en esto un carro con una caja y el pregonero de la justicia, quien, dirigiéndose en alta voz a la concurrencia, pregonó:
        —El muy alto, magnífico y poderoso rey don Pedro manda que la cabeza del matador de don Guzmán, hijo del conde de Niebla, sea colocada en la pared de la casa frente a la que se cometió el homicidio, pero como se trata de persona muy alta y principal y el conocimiento de la misma sería causa de turbulencias en la ciudad ordena el rey que la cabeza se coloque dentro de este cajón sin que nadie se atreva a abrirlo bajo pena de muerte. 
Y para mayor protección ordena, que se coloquen fuertes rejas de hierro para que nadie se atreva a robarlo.
Dicho esto, los ejecutores de la justicia colocaron el cajón y la reja, y todo el mundo quedó intrigado sin saber qué pensar ni decir.
Calle de la Cabeza del Rey Don Pedro. Sevilla
Pasó el tiempo, Enrique de Trastámara asesinó a don Pedro en el Campo de Montiel y ocupó el trono. Don Tello de Guzmán fue nombrado gobernador de Sevilla, y una de las primeras cosas que hizo fue mandar quitar la reja del matador de su hijo para conocer quién había sido. 
Con gran sorpresa vieron que correspondía a una estatua del rey don Pedro, que éste había mandado decapitar. A pesar de su odio y su rencor, respetuoso don Tello con la realeza, no quiso tocar la cabeza de don Pedro de donde estaba y, según la tradición, allí continúa todavía.
Calle del Candilejo. Sevilla
En Sevilla, en recuerdo de esta leyenda o de esta historia, una calle se llama del Candilejo y la otra calle de la Cabeza del rey don Pedro.



domingo, 6 de julio de 2014

No somos nada


Hace dos mil millones de años —2.000.000.000—, ¡casi nada!, que se calcula que empezó la formación de la Tierra.
Es lo que se llama período Precámbrico que llega hasta los 540 millones de años a. de J.C.
De los 540 millones hasta 190 millones antes de nuestra era se desarrolla el Paleozoico o Primario, dividido en las épocas Cámbrica, Silúrica, Devoniana, Carbonífera y Pérmica.
De los citados 150 millones hasta 70 millones se cuentan las épocas Triásica, Jurásica y Cretácica, que constituyen el período Mesozoico o Secundario.
De los 70 millones al millón de años de nuestra era, y pido perdón por lo aburrido de mi exposición, se habla de épocas Eocena, Oligocena, Miocena y Pliocena, que se engloban en el período Cenozoico o Terciario.
Un millón de años a. de J.C. se inaugura la Era de las Glaciaciones, que dura hasta 10.000 años —aproximadamente— antes de nuestra era y desde este momento hasta nuestros días la época de los aluviones. Ambas configuran el llamado periodo Pleistoceno o Cuaternario.
Para que nos demos cuenta de lo que todo ello significa imaginemos por un momento, que el origen de la Tierra se sitúa en un 1 de enero.
Pues bien, la Era Primaria se iniciaría a primeros de septiembre, los primeros peces, que aparecen en el Silúrico, lo harían a finales de octubre.
Los mamíferos, correspondientes al período Jurásico, a finales de noviembre.
El primer homínido —el australopiteco— el 31 de diciembre, a eso de las 9 de la noche.
El Homo Sapiens —que aunque parezca mentira somos nosotros—, el mismo 31 de diciembre a las once y media de la noche.
Y nosotros viviríamos poco más o menos a las 11 de la noche, 58 minutos, del mismo 31 de diciembre.
Es decir, que llevamos —el género humano lleva— unos 30 minutos de existencia en este imaginario año de la Creación.
¡No  somos nada y lo que creemos ser!

viernes, 4 de julio de 2014

La invención de la silla eléctrica




El episodio sucede en 1887. Georges Westinghouse intenta instalar en las ciudades de los Estados Unidos un sistema eléctrico de corriente alterna de alta tensión llevada por ligeros cables. Thomas Alva Edison cree que este sistema es un error y preconiza el uso de corriente a baja tensión con cables subterráneos. La lucha no pasa de ser una confrontación entre técnicos y llevada en un terreno puramente profesional. Pero un mal día uno de los obreros de Westinghouse sufre una descarga eléctrica y muere electrocutado.
Con un mal gusto increíble, Edison aprovecha la ocasión para llevar el agua a su molino: no sólo explica el hecho como consecuencia del «mal sistema» de su rival sino que, con una mentalidad tan abyecta que parece mentira atribuirla a un sabio como él, organiza un espectáculo de feria, repelente por demás; en un barracón un aparato de corriente alterna de tipo Westinghouse se aplica a perros y gatos causándoles la muerte.
El público paga y ve con «satisfacción» cómo se coge a un pobre animal, se le afeita unos trozos de su piel en los que le aplican unos electrodos, saltan unas chispas azules, el animal se agita convulsivamente y muere.
No se sabe qué condenar más, si a los inventores de la «atracción» o a los que pagan por verla.
Entre los espectadores se encuentran gentes que tienen que ver con la justicia. A todos ellos les es familiar el sistema de ejecución corriente en aquellos tiempos: el ahorcamiento. La horca gozaba del prestigio de una larga tradición, pero en los Estados Unidos se estaba viviendo el empuje de la modernidad. ¡Nada de tradiciones propias de la vieja Europa! ¿Y si se probase la electrocución como sistema moderno de aplicar la pena de muerte? En la cárcel de Sing-Sing se monta ya la primera silla eléctrica y, suma ironía, los constructores son los propios presos. Llega el día de la ejecución, esperado por todos menos por el condenado, y la silla no funciona o funciona mal.
El reo sufre unas quemaduras de tercer grado y su pena se ve conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad.
Pero en la ciudad de Buffalo un nuevo condenado a muerte espera su ejecución; se llama William Kemmler. El gobernador del Estado decide que será ejecutado en la silla eléctrica. Westinghouse se opone a ello y apela a los abogados más importantes de Nueva York para que impidan la ejecución en la silla, en la que ve la condena de sus procedimientos. Pero hay alguien que se opone a Westinghouse, y es el propio condenado, que consigue reunir una rueda de prensa en la cárcel. Se dirige a los periodistas con sangre fría y humor:
— Gracias por haber venido. Les quiero manifestar que no comprendo cómo alguien se quiere oponer a mi ejecución en la silla eléctrica. He cometido un crimen y estoy condenado a morir. Muy bien. Pero el sistema de la horca es anticuado y yo estoy, como todo el país, en pro de los sistemas modernos. Quiero ser electrocutado.
¿Habla sinceramente? ¿No será que, alentado por el experimentó anterior, espera salir del paso con unas pocas quemaduras?

El 6 de agosto de 1890, a las seis y media de la mañana, William Kemmler es conducido al lugar de la ejecución. Se somete de buen grado a que le coloquen los electrodos; uno en la pierna, para lo que se le ha de cortar el pantalón, y el otro, de modo más difícil, en la columna vertebral. La silla tiene tres pies, el cuarto está constituido por la pierna del condenado, que hará las veces de toma de tierra. El ejecutor, Edwin F. Davis, la historia ha retenido su nombre, recibe la orden del director de la cárcel y da vuelta al interruptor. La cara de Kemmler palidece, un olor de carne y cabellos quemados inunda el local. Los presentes no pueden aguantar los diecisiete segundos de la ejecución.
—Basta, ya es suficiente —dice el médico encargado de verificar la defunción.
Se acerca al cuerpo del condenado y se inclina para auscultarle.
—¡Está vivo, hay que volver a empezar! —casi grita—. ¡Poned más corriente! ¡Matadle como sea, pero que esto termine de una vez!

Unos asistentes se desmayaron y tienen que sacarlos a brazos del local. El pastor que ayudaba a bien morir al condenado sale de la sala para pedir clemencia. Únicamente Davis conserva la sangre fría. Vuelve a colocar los electrodos en su sitio y la deja durar sesenta y seis segundos. La corriente de 1 700 voltios circula y el médico, al fin, puede decir:
—El ajusticiado ha muerto.
 
Veintiséis estados norteamericanos adoptaron el sistema. Otros han escogido la horca tradicional, la cámara de gas, la inyección letal o han suprimido la pena de muerte.
El 13 de enero de 1928 Ruth Snyder, acusada de haber asesinado a su marido, fue ejecutada en la cárcel de Sing-Sing. Un fotógrafo, Thomas Howard, había disimulado un aparato fotográfico en los bajos de su pantalón. En el momento de la descarga hizo la única foto que se conoce de una ejecución en la silla eléctrica. Al día siguiente fue publicada en el New York Daily News. El escándalo fue mayúsculo.
La  rivalidad entre dos grandes hombres como eran Edison y Westinghouse dió lugar esta invención tan macabra.