Cuando
hubo firmado el contrato para el Barbero
de Sevilla, Rossini dijo que se ponía a trabajar. Habitaba en el mismo piso
que el tenor García que tenía que cantar la parte de Almaviva y el tenor cómico
Zamboni. Cada uno tenía su habitación y compartían un salón en el que había un
piano sobre el cual puso Rossini el libreto del Barbero. Pero esto fue todo. Rossini no se ponía nunca al piano, se
contentaba con pasear por el piso sin decir una palabra a nadie. Al cabo de una
semana García no pudo dejar de decirle:
- Piensa
que el tiempo pasa y todavía no has hecho nada.
- ¿Qué no
he hecho nada? Ahora verás.
Y
sentándose al piano cantó la cavatina de Fígaro, la de Rosina, las arias de
Almaviva y don Basilio, el dueto, el quinteto; en fin, toda la ópera. La partitura
entera estaba en su cabeza y no le quedaba más que escribirla. Al día siguiente
llamó a los copistas, escribía un fragmento de la ópera y se lo daba para que lo
copiasen y lo llevasen al teatro para los ensayos.
Tal era
la facilidad del gran maestro.
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