martes, 22 de abril de 2014

Ocho iconos españoles, pero de origen vasco.


1. La tortilla de patata

En España existen dos tipos de tortilla de título indisputable: la tortilla francesa, únicamente de huevo batido, y la española, de huevo con patatas. Y luego están todas las demás combinaciones de huevo con lo que sea que pillemos en el frigorífico.
Y al parecer, la tortilla de patata es de origen vasco. Cuenta la leyenda que fue el general carlista Tomás de Zumalakarregi quien inventó la tortilla de patatas, un plato sencillo, rápido y nutritivo con el que alimentar y fortalecer al ejército carlista durante el sitio de Bilbao (1835-36). Así, la tortilla de patata empezó a difundirse durante las primeras guerras carlistas hasta convertirse en un plato típico de la gastronomía vasca y española.

2. El apellido García.

Párate a pensar un momento, ¿cuántas personas conoces que se apelliden García? Un montón, seguro. Es más,  probablemente tú también tengas ese apellido entre tus ocho primeros. Y es que García es el apellido más común en España, hay alrededor de millón y medio de Garcías repartidos por todo el país, lo que supone un 3,56 % de la población.
Pero en realidad, García es un apellido de origen vasco. Proviene del nombre propio vasco medieval Garçea, que con el tiempo acabó convirtiéndose en apellido. Las primeras referencias se remontan al año 789 en la Baja Navarra, región vasco-francesa.
No obstante, no quiere decir que todos los Garcías pertenezcan al mismo linaje y compartan la misma sangre. Al tratarse de un nombre propio convertido en apellido, existen en el país multitud de ramas García con orígenes y armas muy diferentes.

3. La bailaora flamenca de las postales de las tiendas de suvenires

Arantxa Arzak
Quizá no exista icono más unido a nuestra patria que una bailaora flamenca estampada en una postal o que posa en forma de muñeca encima de la televisión.
Pero resulta que esa flamenca que empezó a aparecer en las postales de las tiendas de suvenires de España a partir de finales de los años sesenta es vasca de pura cepa. Se trata de Arantxa Arzak, una donostiarra con un arte increíble sobre el tablao flamenco y cuyas fotos fueron utilizadas para crear estas postales.
La foto de la entonces joven de 16 años que aparece en miles de recuerdos fue tomada en la sala de fiestas “El Relicario” de Lloret de Mar, donde había ido con su primer trabajo para triunfar en el mundo del baile español. A partir de ahí, las postales con la foto de Arantxa empezaron a venderse por todas las tiendas de suvenires españolas, pudiéndose encontrar todavía hoy en día en muchas de ellas. Y nunca recibió un duro por ello.

4. La palabra “guiri”

Usamos la palabra “guiri” para referirnos a los turistas extranjeros: hombres y mujeres achicharrándo su pálida piel sobre la arena mediterránea o tomados por la euforia de nuestros excelentes caldos y demás elixires nocturnos.
Sin embargo, un siglo antes los vascos ya usaban esa palabra en un contexto parecido. Los carlistas (partidarios de Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII) llamaban despectivamente guiristinos (cristinos) a los liberales, los partidarios de la reina María Cristina de Borbón (viuda de Fernando VII y madre de la futura Isabel II), durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840). Los carlistas veían a los “cristinos” como “los otros”, “los extranjeros”, que querían usurpar su Real objetivo.

5. El Talgo

TALGO es el acrónimo de Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol.
Debe su nombre a su diseñador, el guipuzcoano Alejandro Goicoechea, y al financiero bilbaíno que puso el dinero para su materialización, José Luís Oriol Urigüen.
El primer modelo fue fabricado en los talleres Hijos de Juan Garay, en Oñate (Guipúzcoa), para luego mandarse a EEUU donde fliparon literalmente con su diseño de cabeza de tiburón. Allí se construyeron los trenes (en España no había la tecnología necesaria) bajo la supervisión de ingenieros vascos, para luego ser trasladados a España en barco y convertirse en la cabeza de lanza de promoción del turismo que fecundara nuestras costas.
Incluso cambió la forma en que nos referíamos a los trenes:
“No he venido en el tren; he venido en el Talgo”.

6. El mus

Un bar, cuatro hombres sentados en una mesa fumando cigarrillos y puros uno tras otro, bebiendo vinos y jugando al mus. Una estampa que se ha repetido –hasta la llegada de la ley antitabaco- en innumerables tascas del país. Pero el célebre juego de naipes que incluso ha cruzado el Atlántico tiene su origen entre las verdes montañas vascas.
El mus ya se jugaba en el País Vasco allá por el siglo XVIII y con los años, se fue extendiendo poco a poco por el resto de la Península, con diversas variaciones en la baraja y las reglas.
Se dice que el nombre “mus” deriva del euskera, musu (que puede significar beso, hocico, cara, labios o visaje) o mustur (morro), empleados para hacer señas entre las parejas para comunicar las cartas; aunque  el diccionario crítico etimológico de la lengua castellana de Joan Corominas y el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española afirman que la palabra mus proviene de mux, euskera, y esta, a su vez, de mouche, mosca, en francés.

7. KU. La discoteca más grande del mundo.

Si existe un icono de la marcha española a nivel mundial, ese galardón debería caer sobre una discoteca. Y la más impresionante que ha conocido persona con cubata en mano está bautizada con la K de kilo, desde que en 1978 la crearan tres jóvenes socios vascos, que hicieron de ese local un buque insignia de esta isla, una completa fuente de inspiración para el mundo.
José Luis Anabitarte (Gorri), Javier Iturrioz y José Antonio Santamaría desembarcaron en la isla y compraron un jardín rústico conocido como el “Club San Rafael” donde edificarían su sueño a partir de una piscina y un pequeño restaurante, siendo renombrado como KU (el dios hawaiano de la guerra y la muerte) en honor a una pequeña discoteca donostiarra que ya existía en las laderas del Monte Igeldo de San Sebastián.
Durante los años 80 fue considerado como el club de más prestigio del mundo y, posteriormente, fue nombrado por el Libro Guinness de los Records como la mayor discoteca del mundo. Y sus fiestas se hicieron tan famosas que todos intentaron reproducir lo que allí sucedía. 

8. “¡Campeones! ¡Campeones! ¡Oé, oé, oé!”

Seguro que todos lo hemos cantado a pleno pulmón en algún momento de nuestra vida. Sin embargo, este cántico que se entona tras las victorias deportivas, tiene su origen en el País Vasco, concretamente en el ya desaparecido estadio de Atotxa, tras victoria de liga de la Real Sociedad en 1982.
Lo que los aficionados de la Real en realidad cantaban era “Txapeldunak, txapeldunak! Hobe, hobe, hobe!” (campeones, campeones; mejor, mejor, mejor). Con los años y con el griterío de la grada, el hobé se difuminó en , y los que desconocían el euskera optaron por gritar el “campeones”.

sábado, 12 de abril de 2014

La medicina homeopática


Christian Friedrich Samuel Hahnemann (n. Meissen, Alemania, 10 de abril de 1755 - f. París, 2 de julio de 1843), más conocido como Samuel Hahnemann, fue un médico sajón, fundador de la homeopatía. 

Samuel Hahnemann
Había empezado su carrera estudiando química, después se lanzó por los caminos de la mineralogía y por fin se dedicó a la farmacia, colocándose como hombre de botica en casa de un farmacéutico. Éste tenía una hija que se enamoró de Hahnemann, que, aunque no era hombre dado a enamoramiento, se casó con ella. La pobre muchacha tuvo que seguir a su marido en peregrinaciones constantes de un hospital a otro, viéndolo cómo se dedicaba a cuidar enfermos, murmurando por lo bajo contra los sistemas de sangrías, purgas y lavativas, que eran los remedios más frecuentes y casi nunca efectivos. Un buen día decide dejar la medicina, pero se arrepiente pronto de su decisión, pensando que algún sistema ha de existir que revele el arte de curar. Pasa un tiempo, unos cuantos años, y se encuentra con once hijos, con miseria y con su casa convertida en un hospital.


Para ganarse la vida traduce libros de medicina, y en uno de ellos encuentra una descripción de la quina, planta originaría del Perú, llamada también chinchonia, del nombre de la condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú, que la popularizó en España y de allí a toda Europa. Descubre que la quinina que se emplea para combatir la fiebre, según se afirma en el libro, también la produce. Hahnemann inmediatamente aplica su sistema y se toma una dosis de quinina y, efectivamente, le sobreviene un ataque de fiebre. Para él se ha hecho la luz y escribe: «Las sustancias que provocan fiebre curan diversas variedades de fiebre intermitente.»
Desde esta frase se puede decir que se inicia la medicina homeopática, que se emplea aún en nuestros días.
Hahnemann continúa sus experimentos sobre él mismo. Un día toma una infusión de digital; a la semana siguiente experimenta con la belladona; más tarde con el mercurio y nota que cada una de estas sustancias producen los mismos efectos que las enfermedades que cura.
Llama a su método homeopatía, que, según el diccionario, es el sistema curativo que aplica a las enfermedades dosis mínimas de las mismas sustancias que, en mayores cantidades, producirían al hombre sano síntomas iguales o parecidos a los que se trata de combatir.
Los farmacéuticos intentan un proceso contra él por entender que se inmiscuye en terrenos propios de su profesión, pero pronto se ve rodeado por discípulos que, contagiados por su fe en la nueva doctrina, se vuelven tan fanáticos como él.
En realidad, su método es un poco curioso de explicar, según sus propias palabras:
«Se toman dos gotas de acónito y se mezcla con 98 gotas de alcohol. Se toman enseguida 29 frascos más, cada uno de los cuales contiene 99 gotas de alcohol, y sucesivamente se va diluyendo una gota del líquido del frasco anterior hasta llegar el último. Tres gotas de esta última disolución son suficientes para curar al enfermo.»
Claro está que esta dosis debe repetirse unas cuantas veces.
Para Hahnemann la enfermedad es la expresión de una determinada persona y el problema consiste en hallar el remedio personal correspondiente.
Durante toda su vida, Hahnemann se vio combatido y enzarzado, cosa que le importaba poco porque, convencido de la bondad de su doctrina, estaba plenamente seguro de que al fin triunfaría.
Tenía Hahnemann ochenta años cuando un día recibió la visita de Melania d'Hervilly. Enferma desde hacía un tiempo, había leído uno de los libros del maestro y le visitaba para ser tratada homeopáticamente por el propio Hahnemann. La joven parisiense curó, pero enfermó del alma, pues se enamoró de su médico. Tras días y días de diálogos sobre filosofía y sobre medicina, ella se le declaró. Se casaron y el amor debía de ser muy vivo, cuando, a la muerte de Hahnemann, pocos años después, Melania hizo embalsamar el cuerpo y lo conservó en casa durante más de una semana.

El día 1 de julio, un dia antes de su muerte, Hahnemann llamó a su esposa y le dijo:

”Ha llegado mi fin. Mi alma subirá hasta Dios. Os dejo la doctrina homeopática. Debes defenderla contra todos los ataques, hacer que fructifique después de mi muerte, teniendo cuidado de que los amigos no le hagan más perjuicio que sus enemigos. Tengo confianza en el futuro. Si sabes mantener el principio de esta verdad, ella misma te ayudará al triunfo. Tengo confianza, repito, porque yo no he sido en la Tierra más que un vil instrumento. La doctrina homeopática no es mía. La verdad no ha nacido en mí. No me pertenece el hallazgo. Si ella viniera de mí, desaparecería conmigo. Ahora bien, me sobrevivirá porque es la quinta esencia de la naturaleza y procede de la reacción natural y viene de Dios.

¡La pequeña dosis! Su empleo es de sentido común.”